De sangre la tierra sedienta

A propósito del Premio en la Categoría Aragonesa en La Mirada Tabú 2020 para «La tierra muerta» de Sergio Duce, nuestro amigo tabú, el escritor, poeta y rapsoda Octavio Gómez Milián, que tantos y tan bonitos momentos nos ha deparado en el festival con sus actuaciones junto al músico Luis Cebrián, nos manda este relato, inspirado en el corto, a modo de ampliación del universo creado por Duce. Nos encanta.

De sangre la tierra sedienta

El joven -no tiene más de doce años, -observa cómo el viejo deja la azada y recorre el suelo agrio de ceniza con el dedo. El viejo marca el meandro de la frontera, donde las antiguas lindes se cruzaban entre ellas, donde los apellidos se confundían y las hablas se mezclaban. En la frontera hay algo, algo más hambriento que sus habitantes. Descansa bajo tierra con hambre atrasada. Cuando él come, siempre primero, si queda saciado, deja los restos para los demás.

El viejo recorre la tierra y habla en alto. Nadie escucha. Pero habla y habla. Dice: “Hubo una guerra muy lejos. Dicen que la ganamos y que la perdimos. Que esta lluvia gris que cae sobre la tierra trae el veneno de los puentes incendiados y el metal oxidado de las antenas. Dicen que los vientres de las mujeres que esperan a sus difuntos en el apeadero de Purroy llevan mucho tiempo muertas y que si hay luz es de luna enferma. Eso dicen”.

El viejo atrapa la tierra con la mano y la lanza con rabia de vuelta al suelo. Escupe y vuelve a escupir y su saliva es como sangre de metal. Sabe que pronto será el último que quede despierto en esta tierra donde la noche marca con ramilletes de muerte cada puerta. El viejo  se seca el sudor y sabe que bajo tierra es el único sitio donde los esperan.

Ahora el joven y la niña recorren el camino sin hablarse. La niña vive en una encrucijada de sangre nueva pero no lo lo sabe todavía. Pero lo que hay bajo la tierra sí que lo sabe. Bajo la tierra hay sed y ceniza. El joven extraña a su hermana. Se marchó hace varias noches, embriagada por las historias antiguas, las que contaban cómo era la vida antes de la muerte de las vías, cuando el aire sabía a frontera y la tierra era roja y verde. Su hermana se marchó siguiendo las últimas luces de los cohetes que cruzaban el cielo, con su mejor vestido. Se marchó hace varias noches, demasiadas noches. El joven y la niña ven llegar a los hombres y al cura por el camino, traen al forastero atado con su propio jubón, se nota la escarcha de la muerte, de otra muerte pegada en la tela. Cuando la tierra era frontera, los vagones se cerraban sobre las estaciones y los trenes levantaban falso testimonio, el mundo de aquí y de allí no se distinguía. Entonces los forasteros no eran tan extraños.

Hoy lo que viene de allí es enfermedad y el sabor mercurial de las baterías gastadas. Al joven no le gustan los forasteros y está preocupado por su hermana. Algo le dice que la presencia del forastero no es buena señal.  El joven mezcla saliva y orín con el polvo del camino y se planta frente al forastero con una bola amasada. Escupe con ceniza porque la ceniza atrapa el cadáver de su pueblo y es ácida como la lluvia de la que habla el viejo. Como si el joven lo hubiera decidido el forastero se convierte en asesino y, con rabia, el cura le golpea en la sien. El forastero sangra su propia sangre por primera vez.

Cuando el forastero despierta se ha convertido definitivamente en asesino, los habitantes del pueblo están en silencio y sus ojos como semillas secas sin apellido, se le clavan en el alma. El forastero negará su condición de asesino frente a los ojos glaucos que se adivinan afónicos y sordos. Los habitantes murmuran con los dientes chirriantes y el cura que se sabe interino en su vieja religión lo levanta de la silla y lo zarandea frente a los paisanos.

El cura sabe que bajo tierra hay algo con hambre atrasada y sabe que la muchacha que se marchó ya no sirve para calmar su apetito. -No sirve,- le dice al joven que escupió al forastero y a su otra hermana. La tercera hermana es la mayor y sabe que en la frontera las listas se escriben con sangre y nunca tienes muy claro cuáles son los nombres. El joven es hermano de su hermana, la que se marchó. El forastero sabe algo. La hermana llora y grita a la vez porque sabe qué viene después. Sabe que la hermana que se marchó no calmará el hambre de lo que hay bajo la tierra y que quizá sea el turno del joven o de otro joven o de la chica que vive su primera sangre. No hay muchos que vivan sus primeras sangres en la frontera. Su hermana, sangre de su sangre, la misma sangre que cubre la faja, las enaguas, el jubón…el cura las sostiene entre sus manos. Es la prueba del crimen. Salen del hatillo del forastero.

El forastero hace tiempo que no es forastero, solo es asesino y en las ropas ensangrentadas de la muchacha carga la condena para el pueblo. Le dan agua de la tinaja, agua de colada que sabe a ceniza. Solo hay ceniza en el horno, no queda harina y los panaderos saben que la ausencia de pan es la ceniza de la muerte que avisa otras muertes. El asesino bebe y con su lengua hinchada no nota el sabor a condena de lo que bebe. El cura le tira del abrazo, lo coge del cuello, lo arrastra hacia los feligreses con rabia. El cura sabe la verdad pero su lengua está también hinchada por esa verdad y no puede hablar. Lo que hay bajo tierra, el Dios de la Sed, ha sustituido a su Dios.

El Dios de la Sed llegó con el uranio y con la colza que lubricaba los motores de las armas. El Dios de la Sed se quedó cuando la guerra terminó y no quiere congrio seco ni garbanzos, no quiere las ofrendas que portan manos ajadas por las hoces y las azadas. La garganta del Dios de la Sed está cansada de la soga y ha escupido el cereal. Ni lumbre ni pan. El cura no reza al Dios de la Sed porque tiene miedo de que le conteste. El cura sabe que es uno más entre los hombres vacíos que llenan día tras día de arena su interior. Recuerda cómo intentó ser el primero entre los que huían antes de que el Dios de la Sed le hiciera volver. Quizá sí, quizá tengan suerte y se conforme con el forastero, con el asesino, quizá la sangre de la muchacha engañe al Dios de la Sed. Quizá les dé un poco. Solo un poco .

Lo zarandean, lo arrastran, la noche ha enrojecido la tierra, los pocos árboles son guardianes vencidos en los lindes, camino de la hoguera. El camino es mareante, porque avistar la muerte es peor que la muerte misma. Todos los que viven en la frontera lo saben. Casas blancas a lo lejos, marcas telúricas en acequias secas, si el asesino pudiera volar vería la circunferencia dibujada alrededor de las maderas, de los sarmientos secos, hambrientos y sedientos. Fuera de la ermita las últimas toses levantan las antorchas. Las caras se cubren por vergüenza y olvido. Los muertos no reconocen a nadie.

Y el hambriento que espera, no sabemos si dispuesto o moribundo, no tiene favoritos. Solo tiene hambre. Lo arrastran hasta la pira de sarmientos, armada la noche de escopeta y pólvora, el miedo mantiene alejados a los enemigos. El Dios de la Sed sabe que todos temen su visita en sus sueños y por eso se mantienen despiertos mientras el fuego devora el cuerpo del asesino. Sordos y asustados.

Con la llegada del día  recogen en las bolsas ajadas las cenizas de la pira. Todavía se adivinan los huevos y el recuerdo de algunas costras. Es pronto pero el sol ya pica y las botas tienen los carrillos y los labios agrietados por la sal de los días. Cada uno de los habitantes camina y camina, encorvado, repartiendo las cenizas como harinas de tuétano. Es tiempo de sembrar muertos y esperar la llegada de la sed con su lengua metálica, el alivio del queroseno. No saben qué dirá el Dios de la Sed, esperan que sea de su agrado la ofrenda, que la lluvia vuelva que ese agua de saliva y sudor, de asesinato y ofrenda, sea nueva sangre. Nadie quiere ser el siguiente.

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